
Nunca trabajé tanto como ahora que estoy sin trabajo. Estoy levantando una empresa de escritura profesional, me han ofrecido ser socia de otra empresa relativa al área de la literatura también (detalles en breve en ambos dos casos), he estado mejorando este blog, he publicado una segunda edición de mis dos libros en distintas tiendas virtuales, me encuentro trabajando en la corrección de un poemario que verá la luz en unos meses (me ayuda una maravillosa correctora uruguaya a la que le tomé un cariño inmenso), mantengo mis redes sociales lo más que puedo (no es demasiado, confieso que es lo que menos placer me causa), estoy acabando mis estudios en análisis de sistemas (desarrollando una aplicación) e investigando el tema de liderazgo para un ensayo que estoy escribiendo.
Tengo siempre una buena explicación de por qué no hago más ejercicio físico. A este ritmo, a los 60 no voy a poder mirar para los costados. El cuello me cobra tantas horas de computadora.
Mi viejo tenía razón. Yo necesito días de doble horario. Jamás me pudo convencer en hacer una cosa por vez. Cada principio de año era lo mismo. Yo me inscribía (o pedía al menos) en el club, en inglés, en clases de guitarra, danza moderna, cerámica de torno, canto y seguí contando. Y así fueron pasando mis años, entre aprendizaje y frustración. Siempre la misma historia.